22 febrero 2010

Para escuchar a la luna en una terraza

Por una noche pudimos librarnos de los ojos espectantes, de las ansias ajenas de librarnos de las líneas límites entre un cuerpo y otro, como si aquellas ansias fueran propias, como si nuestros ojos (más sabios que nosotros mismos) no supieran cuales eran nuestros destinos. Sin más, la línea fue quebrada por el dibujo curvo de mis manos, que sigilosas rozaron con cuidado el miedo. Tus manos, con el mismo ímpetu que tus labios, no me dejaron temer, cuidando cada unos de mis pasos, como el agua para las hojas de un árbol, como una lluvia interminable en una sierra escondida en la que me encuentro. Un árbol, que no da más sombra que a un pequeño pedazo de tierra pero que se nutre inagotablemente de las gotas que ruedan por sus ramas hasta penetrar en la tierra y llegar a sus raíces.

Bajo el aire casi inmóvil, el silencio que poco a poco dejaba de ocultarse tras unos murmullos lejanos, nos fue cubriendo. El viento que se asomó, lentamente (por tímido) nos barrió de aquellos murmullos y la noche fue la cuna que en un techo cualquiera nos arropó. Sin más abrigo que el de nuestra piel, sin más certezas que la locura, sin más sogas que los hilos de las ropas (que ya no cumplían su función), pasaron los días, los meses y los años, todos comprimidos en un instante en el que los relojes ya no marcaron las horas, sólo los latidos nos marcarían el momento en el que, a pesar de los caminos por recorrer, a pesar de los distintos climas entre un extremo y el otro de este lazo, tarde o temprano esos extremos se unirían una vez más y otra vez cuando deba ser y así incansablemente hasta que se escuche el murmullo de ansias ajenas agotarse una vez más, como la llama de una vela y por fin nos deje arropados nuevamente por la luna.

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